Webinar ¿Cómo gestionar una sala de cultivos de uso común y no morir en el intento?
Gestionar una sala de cultivos de uso común es, para muchos centros de investigación, una tarea tan necesaria como desagradable. Detrás de cada incubador operativo, de cada cabina con filtros HEPA y de cada protocolo de bioseguridad hay un delicado equilibrio entre técnica, gestión y cultura laboral.
Este webinar organizado por la Asociación Española de Bioseguridad (AEBioS), titulado ¿Cómo gestionar una sala de cultivos de uso común y no morir en el intento?, ofrece una mirada precisa sobre esta tensión cotidiana. A través de la experiencia del bioquímico y especialista en riesgo biológico Francisco Javier García Palomo, el encuentro permitió dibujar un retrato de un ecosistema complejo, donde los estándares técnicos conviven con la realidad de escasos presupuestos, usuarios diversos y la falta de reconocimiento hacia quienes sostienen el invisible funcionamiento de los laboratorios.
Desde su experiencia en el Banco Nacional de ADN de la Universidad de Salamanca y en múltiples instalaciones biocontenidas, Francisco Javier García Palomo describe la realidad fragmentada de las salas compartidas. No existe una única tipología: hay espacios con requisitos de biocontención (NCB2), salas limpias clasificadas bajo la norma ISO 14644 y entornos donde el riesgo químico también está presente.
En cada caso, los sistemas de ventilación, filtración, presiones diferenciales, gestión de residuos y control de accesos requieren enfoques distintos. A esa diversidad técnica se suman las diferencias de objetivos entre grupos de investigación, la alta rotación del personal en formación y la disparidad de modelos de financiación institucional. El resultado suele ser el mismo: un uso caótico, con equipos saturados o sin mantenimiento, espacios abarrotados de material, procedimientos transmitidos de forma oral y responsabilidades poco claras. Cuando la institución se limita a “ceder el espacio” sin una estructura de gestión, la sala se convierte en un campo minado donde la bioseguridad depende del voluntarismo.
Frente a ese panorama, García Palomo sitúa en el centro del debate la figura del responsable de sala: una persona con conocimiento técnico, capacidad pedagógica y autoridad delegada para coordinar, formar y, llegado el caso, sancionar. No se trata de un rol administrativo, sino de una función híbrida entre la bioseguridad, la ingeniería y la pedagogía. El responsable debe comprender la normativa de biocontención, los fundamentos de la filtración y del flujo laminar, el manejo de biocidas, la prevención de riesgos y la ética de laboratorio. Pero sobre todo debe ser capaz de transmitir esos criterios a otros, corrigiendo malas prácticas con firmeza y empatía. El ponente recordó que en otros países europeos el oficial de bioseguridad puede incluso detener un experimento si observa un riesgo inmediato. En España, en cambio, esa autoridad suele diluirse. Muchos responsables asumen el cargo “a dedo”, sin compensación económica ni tiempo real para ejercerlo. La consecuencia, repetida en numerosos centros, es el desgaste: ocho meses de esfuerzo y, finalmente, la renuncia.
El corazón del problema, sin embargo, no está solo en la gestión sino en la cultura del uso compartido. En la mayoría de los laboratorios, las normas de funcionamiento se transmiten oralmente, a través de la costumbre. La ausencia de protocolos escritos lleva a la disparidad de criterios: cada grupo interpreta las reglas a su manera, y la falta de coordinación termina en roces, acumulación de material, residuos mal segregados o cabinas sucias.
Propone que la solución es empezar con pocos documentos, pero muy claros: normas de uso de la sala, procedimientos de limpieza y desinfección, protocolo de gestión de residuos y guía de equipos de protección individual. La clave no es multiplicar la burocracia, sino generar un marco mínimo de gobernanza que sea visible, simple y exigible. Si la institución no puede ofrecer grandes recursos, al menos debe ofrecer un sistema de reglas comunes.
La formación es otro pilar indispensable. En muchas instalaciones, el adiestramiento de nuevos usuarios se limita a una breve charla o a un curso online. Para el ponente, ese modelo es insuficiente, y propone combinar una formación teórica corta con una tutorización práctica prolongada, donde el responsable acompaña al nuevo usuario durante varios días y evalúa sus procedimientos reales. No se trata de un examen formal, sino de una observación continuada: ver cómo entra, cómo prepara, cómo limpia y cómo sale de la sala. Solo así se puede garantizar que la persona comprende lo que hace. Delegar esa formación a becarios o usuarios avanzados es, en sus palabras, un error habitual: reproduce malas costumbres y perpetúa la “transmisión oral” que tanto daño hace a la cultura de bioseguridad.
La limpieza, un tema aparentemente menor, ocupa buena parte de la charla y es una metáfora de todo lo demás. Cada usuario debe hacerse cargo de sus residuos, embolsarlos y cerrarlos antes de abandonar su puesto. Los cubos no son vertederos abiertos, y las cabinas deben limpiarse inmediatamente después de su uso. Lo mismo ocurre con las soluciones desinfectantes: el hipoclorito debe prepararse cada día y desecharse al final de la jornada, evitando las mezclas ineficaces o corrosivas.
En salas limpias, el uso de pulverizadores está restringido; se debe trapear con paños humedecidos, evitando aerosoles que comprometan la filtración. En entornos biocontenidos, en cambio, la pulverización controlada sí es adecuada. En ambos casos, el criterio científico debe prevalecer sobre la rutina. La formación y la constancia son más efectivas que cualquier inversión tecnológica.
El personal de limpieza externo no debe tocar equipos ni pipetas; su tarea se limita a suelos, sillas y pomos, salvo cuando una limpieza general se planifica con instrucción específica. En las salas ISO, además, ese personal debe estar formado en las técnicas propias de entornos controlados.
El mantenimiento técnico es otro eje crítico. Las cabinas de bioseguridad, los flujos laminares, los incubadores y las centrífugas deben someterse a revisiones periódicas por empresas acreditadas, con instrumentación de precisión. Cambiar un filtro HEPA no es una tarea doméstica: requiere pruebas de estanqueidad y certificación posterior. Sin ese control, el sistema pierde fiabilidad. Lo mismo ocurre con las instalaciones de climatización y presiones diferenciales: los filtros y rejillas necesitan limpieza frecuente, y las presiones deben monitorizarse. García Palomo insiste en que el responsable de sala no tiene que ser quien limpia o repara, pero sí quien verifica que las cosas se hacen.
La conclusión de este webinar es sencilla y contundente. Una sala de cultivos es tan segura como las personas que la utilizan. La ingeniería, las normas y los filtros son indispensables, pero su eficacia depende del comportamiento humano. Ordenar, limpiar, documentar, avisar, respetar los turnos y cerrar una bolsa de residuos son actos técnicos y éticos a la vez. Allí es donde se logra instalar esa conciencia compartida, los conflictos disminuyen y la investigación avanza sin tropiezos.
A continuación puede revisar el webinar completo
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