Integración inteligente de los sistemas ambientales hospitalarios. Control unificado de calidad del aire, climatización y luz

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En el entorno hospitalario, garantizar el bienestar de los pacientes y la eficiencia operativa es una prioridad constante. Para lograrlo, la integración de los distintos sistemas de control ambiental, como la iluminación, la calidad del aire, la humedad, la temperatura o el movimiento de personas, representa una estrategia clave. Unificar estas instalaciones bajo una plataforma centralizada no solo permite un monitoreo y ajuste más preciso de las condiciones interiores, sino que también optimiza el consumo energético, mejora la seguridad y facilita el mantenimiento preventivo. Esta integración, basada en tecnologías de automatización y gestión inteligente de edificios, ofrece una respuesta moderna a las exigencias de confort, higiene y eficiencia que caracterizan a los centros de salud de alto nivel.

 

La importancia de la calidad del aire

Para garantizar unas condiciones adecuadas de temperatura, humedad y pureza del aire en el interior de los hospitales, es necesario encontrar un equilibrio entre eficiencia energética, salud y confort. La calidad del aire en espacios cerrados puede resultar crítica, ya que en muchas ocasiones las concentraciones de contaminantes en interiores llegan a ser entre dos y cinco veces superiores a las del exterior. Esta situación, sumada a los efectos de la contaminación atmosférica, está asociada a alrededor de 6,7 millones de muertes prematuras cada año.

Más allá de lo que exigen las normativas, la certificación WELL se ha consolidado como una guía útil en materia de calidad del aire, pues no se centra solo en requisitos legales, sino en lo que realmente contribuye al bienestar y la salud de las personas. En este sentido, el papel que desempeñan los edificios, y en especial los hospitales, como promotores de salud y confort nunca había sido tan evidente ni tan necesario.

En la misma línea, la Organización Mundial de la Salud ha establecido directrices sobre la calidad del aire interior que, si bien no tienen carácter legal, sirven como referencia basada en la evidencia científica. Estas pautas ofrecen un marco de apoyo para que legisladores y responsables de políticas públicas puedan definir estándares que conjuguen salud, productividad y eficiencia energética.

La calidad del aire se mide a partir de diversos parámetros. Por ejemplo, la concentración de dióxido de carbono (CO₂) no debería superar los 800 ppm, ya que niveles más altos pueden provocar somnolencia, dolores de cabeza y una disminución de hasta un 50% en la capacidad cognitiva y de toma de decisiones. También son críticas las partículas en suspensión: las PM2.5 no deberían superar los 5 microgramos por metro cúbico y las PM10 deberían mantenerse por debajo de 15. Cuando los valores alcanzan 15 o 45 respectivamente, sobre todo en el caso de las partículas más finas, aumentan los riesgos de problemas respiratorios, afectaciones pulmonares e incluso alteraciones en el torrente sanguíneo.

Los Compuestos Orgánicos Volátiles (COV) deben situarse entre 0 y 293 ppb ya que una concentración superior a ese rango puede causar irritación en ojos, nariz y garganta, dando lugar al llamado “síndrome del edificio enfermo”, con consecuencias a largo plazo como ansiedad o asma. El radón es otro contaminante relevante: sus niveles deben mantenerse por debajo de 100 Bq/m³, pues tras el tabaco constituye la segunda causa principal de cáncer de pulmón. El ozono, por su parte, debe mantenerse en niveles inferiores a 100 microgramos por metro cúbico como media en ocho horas, ya que de lo contrario genera problemas respiratorios y aumenta el riesgo de mortalidad prematura.

Otros contaminantes a vigilar son el formaldehído, cuyo límite debe ser como máximo de 0,75 ppm en una jornada laboral de ocho horas, pues exposiciones prolongadas a niveles altos pueden estar relacionadas con ciertos tipos de cáncer; el dióxido de nitrógeno (NO₂), que no debería superar los 10 microgramos por metro cúbico, dado que actúa como un potente irritante de las vías respiratorias; y el dióxido de azufre (SO₂), cuyo máximo recomendado es de 40 microgramos por metro cúbico durante tres o cuatro días al año, ya que un incremento en sus concentraciones causa congestión bronquial e irritación respiratoria.

Finalmente, la humedad relativa es también un factor esencial: debe mantenerse entre el 40% y el 60%. Valores por debajo del 40% favorecen la propagación de infecciones, mientras que niveles superiores al 70% propician la proliferación de moho y, con ello, problemas de salud asociados.

 

La climatización

El confort térmico es uno de los aspectos que más influyen en la percepción de bienestar dentro de los edificios y, por tanto, en la satisfacción general de quienes los ocupan. No se trata solo de una cuestión de comodidad, ya que la temperatura y la humedad del ambiente afectan directamente a la salud, al estado de ánimo y a la productividad. Esto ocurre porque el confort térmico está estrechamente vinculado a sistemas del cuerpo como el tegumentario, el endocrino y el respiratorio, de manera que un ambiente inadecuado puede desencadenar efectos perjudiciales.

Por ejemplo, en espacios fríos y secos, el virus de la gripe encuentra condiciones propicias para propagarse: la baja humedad permite que se mantenga más tiempo suspendido en el aire, y las temperaturas reducidas prolongan el periodo en que el contagio resulta más fácil. En el extremo opuesto, los espacios interiores demasiado cálidos se asocian con síntomas del “síndrome del edificio enfermo”, además de arritmias, dificultades respiratorias, fatiga y un impacto negativo sobre el ánimo. Cuando al calor se le suma una alta humedad, el riesgo se amplía, ya que estas condiciones favorecen el crecimiento de moho y hongos.

Para regular estas variables, la norma ASHRAE 55, elaborada por la Sociedad Americana de Ingenieros de Calefacción, Refrigeración y Aire Acondicionado, define cuáles son las combinaciones de factores ambientales y personales que permiten alcanzar un ambiente térmico aceptable para la mayoría de los ocupantes. En la misma línea, las normas ISO 7730 y EN 27730 establecen rangos de temperatura operativa considerados óptimos: entre 23 °C y 26 °C durante el verano, cuando se utiliza aire acondicionado, y entre 20 °C y 24 °C en invierno, en condiciones de calefacción.

Un entorno térmico inadecuado puede traducirse en malestar, cansancio, descontento y dificultades para desempeñar las tareas diarias, con la consiguiente reducción del rendimiento físico y mental. De hecho, investigaciones de la Universidad Técnica de Helsinki y del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley han demostrado que la productividad laboral alcanza su punto máximo en torno a los 21-22 °C. A partir de ahí, cada grado adicional de temperatura supone una disminución aproximada de un 2% en el rendimiento.

 

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